
Se cumple un mes desde mi regreso. Esperaba más, no lo niego. Pero sólo de mí mismo. Ayer me paré para mirar la panadería; fue el primer símbolo que reconocí a mi llegada. Me pareció tan extraña, tan lejana. Ayer me di cuenta que ya me he habituado a verla. Es la panadería; en su lugar, como siempre.
Treinta días. Volví de golpe, con alguna idea en caliente; aunque confieso que las burbujas eran pocas. La efervescencia me regala rachas, que a veces incluso no sé por donde tomar porque no les veo el mango, y acaban por golpearme en la frente. Pasan largos días, jornadas, en que no entiendo nada. Nada en absoluto.
Un mes desde que volví a Chile. La ciudad, y ya lo he escrito, me tiene atosigado (y hay muchas cosas que mantienen a la ciudad atosigada). Un estado de ahogamiento, de empequeñecimiento, de aplastamiento. Porque no es una ciudad que te invite a disfrutarla. ¿Cómo lo hacen? Olvidé cómo lo hacía yo, cómo vivía mi propia ciudad.
He vuelto al cementerio dos veces. Al General y al Católico. Puedo afirmar que son los sitios a los que más he vuelto. Por pura sana afición. La segunda vez fui junto con mi padre. En el camino de vuelta él me comenta su visita al cementerio de Punta Arenas, tan distinto, dice. Yo le comento mi visita a uno en la ciudad de Malmö, situado en el centro, como si fuera un parque público para ir a leer y pasear al perro. Los muertos protestantes no disfrutan de ese halo de misterio y un poco siniestro típicamente católico.
Un mes metido en la casa, escribiendo, leyendo, también, quizá, desapareciendo un poco, o de a poco. Pero la desaparición es estéril, porque no termina de funcionar. Sólo se trata de un desgaste. Muchas horas frente a la pantalla muerta; esa emisión de luz me daña la vista y me provoca jaquecas tremendas. Pero las migrañas ya son algo mío. Por genética y por confesión ególatra: los fastos del pensador anónimo.
Y aun así, sigo.