· Lázaro de Renca · derrenca@gmail.com · modificado en Tumblr ·

4 de enero de 2011

2 de diciembre de 2010

El cliché negado

Este párrafo en El País, sobre lo que el periodista piensa que es Latinoamérica:

Un territorio de promesas que lucha contra los estereotipos. Eso es América Latina. Una región que vive en la paradoja, porque mientras sus gobiernos y la economía han llevado al continente a situaciones decepcionantes o vergonzosas, la cultura y sus diferentes manifestaciones se han convertido en su bálsamo y motivo de orgullo para sus pobladores. Su creación artística mira de igual a igual al resto de obras del mundo”.

Vayamos por parte. Un territorio de promesas. Para partir un chiste barato, que hace referencia directa a ese cliché tan odioso: el continente como un puñado de maravillas no cumplidas. Lo mismo para África o la India; puras promesas en vano. Lucha contra los estereotipos. La palabra Lucha, muy adecuada al tópico sesentero; pero es que además el periodista dice que esa lucha es contra los estereotipos. Oxímoron. Eso es América Latina. En una frase da el asunto por zanjado. Una región que vive en la paradoja. Si aceptamos que la paradoja es una situación de contradicción, de fuerzas en choque, debemos asumir que es una situación perfectamente humana, aplicable, y no es poco, al mundo entero. Pero el autor argumenta que dicha paradoja es por esto: mientras sus gobiernos y la economía han llevado al continente a situaciones decepcionantes o vergonzosas, la cultura y sus diferentes manifestaciones se han convertido en su bálsamo y motivo de orgullo para sus pobladores. Es decir, la mala administración política y económica del continente nos caracteriza; eso, si no pensamos en África ni en la mayor parte de Asia, donde la situación es igual o peor incluso. Pero para el autor la cultura nos salva; habla de bálsamo y motivo de orgullo. Y para rematar, el autor echa mano de otro querido cliché: nos trata de pobladores. Condescencia lapidaria. Es decir, somos pobres, vivimos aterrorizados por dictadores, pero tenemos una cultura floreciente y rica, que nos abalsama la vida y nos llena de orgullo... sobre todo porque somos ¡pobladores! Su creación artística mira de igual a igual al resto de obras del mundo. Ahí radica el orgullo, según el periodista; porque nuestra cultura (las obras artísticas) se paran en igualdad de condiciones a las del resto del mundo, incluido África y Asia, por supuesto. El problema es que el autor no da ningún dato fiable que argumente su afirmación. Y cierra el prárrafo con un tufo a orgullo, pero un orgullo propio por ser tan comprensible con la región, tan cargado de buenas intenciones, que no le cabe en su propio corazón tanta megalomanía.

23 de noviembre de 2010

En el potrero

En verano el fuego arrasaba todo el potrero. Los carros de bomberos y el despliegue de los hombres con chaqueta de cuero negro y cascos protuberantes nos alegraban la tarde, que veíamos maravillados cómo las indómitas llamaradas se iban extinguiendo poco a poco. Después, era la operación de repliegue; se enrollaban las mangueras y el carro bomba entraba en una especie de sopor, con el motor a bajas revoluciones. Medio potrero humeante, carbonizado; pero volvía a ser lo que era: un lugar sin caballos.
En primavera veíamos crecer los pastizales. Se respiraba olor a moho; la tierra, húmeda por el invierno reciente, comenzaba a secarse. Los cielos se limpiaban; también el potrero se mostraba una vez más limpio de barro y hojas y pasto seco. Los brotes verdes me regocijaban. Entre montículo y montículo de tierra; los escondites se sucedían; eran tantos que arrancar potrero adentro, buscando refugio, era un placer. Aunque siempre, para mí y sólo para mí, el peligro de ver aparecer un perro guardián estaba latente. La latencia de un perro devorador y asesino. Optaba por recostarme en el pasto y ver pasar las nubes.
El potrero fue nuestro bosque (sin árboles), nuestro destino de aventura, a un paso de la casa. Convivíamos con ratones y gatos y los insectos de turno. Pero eso era lo de menos. Fue campo de batalla y mesa redonda. Era el lugar de los juegos peligrosos, a veces violentos, llenos de sentido grupal. Era un peligro, también un descanso arrimarse a la pared para flanquear el límite y alcanzar el primer montículo de tierra.

19 de noviembre de 2010

Enfermo de bien

(para Gina, que se recupera)

Una de esas frases: la enfermedad te hizo bien. Gente enferma, más lúcida, porque está más cerca de la muerte.
El pulmón es lo mío. Cada cierto tiempo, me desata estados febriles que pueden o no empeorar; pero siento un malestar que oscila entre la tráquea y los bronquios mismos, que sube y baja como el mercurio que mide la sensación de demolición frente a la vida.
Cada mañana me despierto un poco ahogado. La falta de aire, una sensación profundamente básica, animal. La tarea humana siempre ha consistido en disminuir e intentar vencer el dolor.

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Roberto Ampuero es un novelista que dicta cátedra en EE.UU. La izquierda chilena lo ataca por ser liberal, apoyar a Piñera y, sobre todo, por ser anticastrista. Vivió en La Habana, y sabe de lo que habla. Ser anticastrista, hoy, es algo puramente moral, y además un deber. Otra cosa es lo que escribe el tal Ampuerto. Su columna semanal en el Mercurio, sin ir más lejos. El chauvinismo de Ampuero no sólo calza en el universo mercuriano; su público es amplio y devoto. “Cada vez que voy a Chile, me encuentro con un país diferente”, escribía ayer. Esta diferencia estriba en algo importante: creer que somos una nación particular y escogida; que nos pasan cosas únicas; que nuestro destino está iluminado; que somos excepcionales, a fin de cuentas. Lo que es la gárgara patriotera.

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A propósito, un momento feliz en Málaga: el concierto que Tindersticks dio en el teatro Cervantes el 16 de febrero (2009). Con A. lo decidimos en el último momento; pero se trataba de un festejo íntimo y particular: un año de casados.Tindersticks es esencialmente romántico, en el sentido alemán, y también en el Tellado. Estaban presentando “The hungry saw”, que tocaron completo; volvieron tres veces al escenario, y nos mantuvieron bajo hipnosis durante todo el tiempo. Era lunes; la costa mediterránea nos había regalado un día cálido (comparado con la gélida Granada). La burbuja de ese día estalló muy pronto. El asunto fue constatar que, al igual que en Inception, yo sólo estaba dentro de una burbuja de una burbuja de una burbuja de una burbuja.

17 de noviembre de 2010

El extranjero

Gina, una amiga, hace de anfitriona de una pareja venida del mismísimo Vic. Son dos personas ya mayores, viajeros más o menos acomodados, muy medidos y algo tacaños (muy catalanes). Visitan Santiago, Valparaíso, la costa del Pacífico. Muy pronto se hartan de todo; es muy similar y parecido a algo que ya han visto. Un puerto es igual a otro; un desierto a otro. ¿De dónde ha sacado cierta gente que Valparaíso tiene algo de Lisboa? Y Santiago, ciudad claustrofóbica, sucia, con muy pocas partes donde estar. Una ciudad que te empuja a un movimiento permanente; pura locura urbana y sobre todo un mal diseño y planificación. Para la cena, Gina los lleva a un restaurant en Concón. Ella se regodea escogiendo el mejor marisco y la mejor botella de chardonnay; la pareja de Vic, a esas alturas con reflujo y espanto, pide pollo con papas fritas.

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El sábado, en medio de la batahola nocturna, alguien me acusó de ser extranjerizante. Yo, por supuesto, comprendí enseguida la ofensa. Uno de esos pequeños triunfos ridículos. Pero quedó en evidencia esa especie de fervor por lo chileno muy popular hoy. Un sentimiento (porque no es otra cosa) transversal a cualquier causa política. La cuestión es que la cultura nacional, cualquiera que sea, me resulta molesta. Lo propio, lo nuestro, lo indígena y autóctono: una pérdida de tiempo.

La cultura es universal; la enseñanza proviene de Occidente. A partir de los griegos, a los cuales uno siempre acaba volviendo. Por supuesto, de distintas partes es posible tomar algo; así, cualquier destino del mundo es viable y deseable; pero el fuerte que sustenta la razón y el conocimiento es una materia estrictamente occidental.

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Reviso una serie de fotografías tomadas en una playa de Málaga en el invierno de 2009. Era febrero; era Torremolinos; era mi primer domingo en Málaga, a la que había llegado con el ánimo de instalarme por una temporada. Las cosas, por supuesto, salieron de otro modo. Y acabé abandonando la ciudad echando espuma por la boca. La petulancia playera de Málaga, aunque sea en invierno. El relajo tan distinto al estreñimiento de Granada (ciudad en la que vivía). Además del relajo, el lujo miamiesco. La primera vez que visité la ciudad, en todo caso, me pareció reconocer, en el fondo, algo de Río de Janeiro. Algo de la avenida Atlántica; algo diminuto, está claro; pero sería el hedonismo propio de los lugares donde la gente suele pasearse en calzoncillos y chalas. Hoy nuevamente aquella serie de fotos. Mala época; aunque mi cara, en una de ellas, no lo evidencia. Un domingo de lluvia torrencial; las cosas en la ciudad recién comenzaban. Los últimos días de febrero fueron una real pesadilla. Y Málaga ya era un pozo envenenado del que sólo quería huir.

13 de noviembre de 2010

El florero

Me movilizo en colectivo. Es un taxi con trayecto de micro, para que nos vayamos entendiendo. Sólo cuatro pasajeros. El auto sólo parte cuando el aforo está completo. La suerte de ser el primero en la fila de espera, y así viajar cómodamente de copiloto. Ser segundo está bien, al igual que cuarto; pero ser tercero es un lastre. Significa lidiar con el montículo del medio del asiento trasero. Los sobamientos en el asiento trasero. A veces esos roces y sobadas regalan encuentros felices. Jovencitas que no les molesta en absoluto restregar sus muslos lozanos y apretujados. Ahora, en noviembre, el sudor empieza a ser un problema. Un problema sobre todo olfativo. Pero el colectivo sigue siendo mejor que desplazarse en micro. Más económico que el taxi. Y de vez en cuando, pese a estar tercero, la proximidad, la intimidad de ciertos trutros bien nutridos y deseosos. Señoras perfumadas a las que se les ha corrido un punto de la media. Tocaciones involuntarias en toda regla. Que uno se baja con la imaginación encendida.

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Le noise”, Neil Young. En distintos momentos de los últimos diez, quince años, algún disco de Neil Young. Recuerdo, por ejemplo, Mallorca. Que es igual al fabuloso “Prairie wind”. Recuerdo El Tabo, en 1996 ó 1997, “Harvest” (mi descubrimiento personal de aquella época). Hoy, en el departamento de calle Maipú, lo último, “Le noise”. Es un disco de guitarras desatadas; de hecho, sólo una guitarra y una multitud de efectos y secuenciadores. Sin embargo me enganché a Love and war, una de las dos únicas acústicas. Es un disco árido, difícil, un disco que tarda en ser bien escuchado. Parafraseando a Sloterdijk, un disco preñado de futuro.

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En Diagonal Paraguay esquina Portugal, una librería pequeña se esconde detrás del supermercado. Buena selección; ya la vitrina anuncia cosas interesantes. Una vitrina: toda una promesa. Me fijo en una edición barata (Akal) de la Sonatra de Kreutzer, de Tolstoi. Lo barato, en libros, sólo debe asegurar una edición en condiciones; o sea, una traducción adecuada. Se puede compaginar barato y bueno. De Bolsillo, de hecho, está sacando una gran cantidad de buen material a buen precio. Me gusta la austeridad de los libros de bolsillo. Se respira el mismo olor que cuando se ofrece el placer de abrir y oler las hojas de un libro exquisito.

(Avanzado ya en la Sonata constato que hay muchas frases y párrafos que chirrían por su traducción. Pago el precio).

12 de noviembre de 2010

Estación Central

Estación Central, especie de territorio del odio. Sobre todo un espacio de transpiración, roce y absoluto desprecio. La carrera de salida, a eso de las siete de la tarde: un calor que nos propulsa hacia la desintegración. Los comandos de los hacedores de fritangas acechan con empanadas, sopaipillas y arrollados de primavera. En la boca del metro el ganado se pone especialmente desagradable. Los bovinos por un lado, los ovinos por otro. En el cruce, que es el cruce de la vida, conviene cerrar los ojos y avanzar a paso firme. Es la espesura de la llamada Estación Central. En el bloque de concreto de algo así como Santiago de Chile. Avanzo como dando pasos de baile para esquivar al que viene; es la danza macabra de la urbanidad extrema. Me salto la cabeza humana. Los brazos cercenados se acumulan a un lado; los decrépitos, por otro, a paso lento, miran con odio al veloz. Los negocios de la ropa barata. Es el triunfo miserable de la megaproducción china. Las tiendas de lo horrible, lo feo, lo escaso, lo diminuto. La estética de la repugnancia y lo bajo. Estación Central. Qué pocos trenes. La marcha la ponen los adefesios humanos que van de compras. Y comprar salva.
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Alberto Fuguet. Un caso, a fin de cuentas, en la literatura chilena. Leí “Mala onda” cuando salió, hace ya veinte años. Estuvo bien, pero todavía no había leído a Salinger; después lo encontré una vil copia. En mayo o junio leí a trompicones “Las películas de mi vida”; es decir, la hojeé largamente, leí párrafos enteros, capítulos completos, y pude hacerme una idea general. Un método de lectura veloz que uso habitualmente, para satisfacer la curiosidad. Fuguet, con los años, ha ido haciendo su literatura, fiel a su estilo, a sus manías e intereses. Se diría que, a estas alturas, es todo un narrador. Y está bien. Lo respeto y me gusta a medias. En el panorama local tiene sin duda su sitio. Quizá al lado de nadie, porque no hay una escuela que lo secunde. Quizá por eso mismo también mi simpatía por el personaje. Se hizo especialmente odioso Fuguet en una época por su inclinación americanizante. Hoy sabemos que de alguna manera fue un adelantado. Es el autor que reniega de la política; su propia literatura es así: basada en anécdotas que no pretenden en ninguna parte sacar conclusiones politizantes. Es la literatura de lo no social. Tampoco es intimista. Es un naturalista fordiano. Quizá él estaría de acuerdo.
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The social network cuenta la historia de un genio. El genio y su soledad (la mirada al infinito de Mark, el protagonista creador de Facebook, en la secuencia final). Mientras miraba los créditos pensé en el genio y su soledad; yo tengo la soledad, pero no el genio. Triste constatación. La genialidad del que detecta y puede. Me restrinjo al área de la detección. Porque puedo ser un gran comentarista del mundo moderno. Pero son otros los que hacen el mundo moderno. Inventan ellos, efectivamente. Por supuesto no uso Feacebook; y no voy a hacerlo ahora. La película no tiene nada que ver con eso.
Hace poco leí que hoy, como nunca antes había ocurrido, una generación entera (más joven) domina una técnica que la generación inmediatamente anterior no. Los veinteañeros nos enseñan; ellos crean, dirigen y cortan. Hubo un lapso de tiempo en que se pensó que la juventud estaba sobrevalorada; sólo fue un periodo corto de tiempo. Hoy se empiezan a conocer a quienes sí lo hacen.
Con sutiliza pero sin desgana, David Fincher retrata a todas las mujeres de la película con una cualidad: la de estar siempre en otra. Ahí están los que piensan, los que crean, los que están en algo verdaderamente grande e importante. Pero ellas, o no entienden de qué demonios se está hablando, o tienen urgencia por ir al baño juntas, o están colocadísimas fumando de una pipa de agua, o simplemente ignoran y rechazan al gran pensador en momentos románticamente bajos. Las chicas se besas entre ellas en las fiestas, aspiran cocaína en sus vientres desnudos, son fieras sexuales salvajes en los baños públicos; son alguna de esa cosas, pero ciertamente no seres relevantes en la gran historia de los billonarios adolescentes.