
Santiago no me merece ningún tipo de elogio. Es una ciudad de cinco millones de seres, híper contaminada, por la que sus propios habitantes pasan a diario como sin querer verla de cerca. Porque no vale la pena. El invierno es durísimo; por lo demás, la peor época del año porque los niveles de polución ambiental son monstruosos.
Santiago me pesa. Los desplazamientos por sus avenidas y calles resultan lentísimos. Es cierto, hay una nueva red de carreteras (elevadas y soterradas), pero resuelta de modo más bien esperpéntico: el concreto resulta demasiado violento. Y es una ciudad, además, que continúa creciendo. La idea (y política) de seguir potenciando su crecimiento, añadiéndole nuevos anillos suburbiales, es desquiciada y absurda.
Santiago me ensucia. Porque es sucia (cubierta de polvo más que de papeles u otros desperdicios), lo que redobla las consecuencias dañinas del smog. El asma y las enfermedades respiratorias aumentan. El cabreo también, porque no se trata de un lugar amable; si el aire está enviciado todo se vuelve turbio, amargo, de regusto podrido.
Santiago me rompe. Y es una ciudad en sí dividida. Lo que es el oriente y el poniente de la capital. Dos caras perfectamente delimitadas, y un roce evidente entre ellas. Otro absurdo. Lo grotesco de una cultura que exalta de modo enfermizo la clasificación por ingresos.
Santiago me hunde. Santiago está al fondo, enclavada en un bajo: es literalmente un hoyo. Rodeada de altas montañas, en medio de la Depresión Intermedia.
Santiago me alarma. La conversación diaria suele remitir, en algún momento, a las condiciones de supervivencia en una ciudad con ataques de tos permanentes. Un sentido de resignación profundo; pero ni siquiera un malestar significativo.