En el remoto siglo XX Luis Buñuel todavía escribía pedófilo en lugar de homosexual. Leí con atención la parte de sus memorias (“Mi último suspiro”, título disuasivo) donde rememora la estrecha relación que mantuvo con el poeta Federico García Lorca. Un maricón para Buñuel era aquel destinado a los húmedos e infectos baños públicos, donde debía acudir para saciar su apetito pedófilo. Al parecer nunca llegó a creer por completo la idea de que García Lorca era homosexual. Y Lorca nunca se lo dejó claro. Luego vino la guerra y las cosas, como pasa siempre en una guerra, se torcieron; pero Buñuel sí pudo seguir filmando. A estas alturas, Buñuel es lo más importante en el cine que le ha pasado a la lengua castellana. Digo películas habladas en español; pero además, un cine preocupado por lo castellano (y por extensión, lo latino): catolicismo (curas, monjas y cruces; y cómo no, profetas iluminados), picardía, miseria e ignorancia. El universo religioso de Buñuel está bien cultivado; pero es el cultivo de un ateo, y se nota. No ya la sátira desquiciada de “Simón del desierto” (1965); en “Nazarín” (1959), enfrenta al cura protagonista con la ortodoxia vaticana, aceptando el naufragio y la duda como un principio válido y necesario aun en el mundo de la fe. 
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En España disfruté mucho de las bibliotecas públicas, instaladas por doquier, en general bien nutridas (mejor el norte que el sur, por supuesto), integradas en redes para facilitar la inscripción. En Portugal, todo lo contrario. En Lisboa me fue prácticamente imposible acceder a una; así que opté por lo más cómodo y confortable: me metí al Fnac del Bairro Baixo. Iba con frecuencia, tomaba dos o tres libros y me instalaba en la salita de lectura, insonora y calefaccionada. Fue así como leí al esloveno Slavoj Zizek. Bueno, lo picoteé lo bastante como para hacerme una idea. Diría que lo leí incluso con placer; Zizek es un glotón del lenguaje, un extraño caso de verborrea y majadería. Es, también, un neo-revolucionario; ni siquiera un izquierdista, digamos que se instala en el viejo paradigma de quienes dicen que cambiar el mundo es posible (y necesario). Es posible –dicen- domar el mundo y hacerlo girar de un modo menos dañino. La labor de la ilustración en un colmo imposible. Después de leer a Zizek conviene sacudir el libro y esperar que las hojas que le sobran caigan solas.