
Reconozco una inclinación por lo chino u oriental de amplio rango; porque en China rastreo mis antepasados más remotos; entre Mongolia y Japón –esos dos extremos-: ¡La Manchuria! Recordé esa Arcadia personal y privada el sábado mientras intentaba cruzar la Costanera a la altura del puente Patronato y me vi siguiendo a una mujer que de perfil me pareció china. Me había imantado pocos metros atrás, al cruzar el parque Forestal, sobre todo por su espalda (vestía chaqueta negra corta, jeans y botines góticos; y una pequeña mochila de cuero claro de forma rectangular le colgaba ajustadamente) y su andar. Antes de llegar a la esquina de Bellavista la adelanté, y en la misma esquina esperamos juntos para atravesar; allí pude confirmar que su orientalismo era indudable, aunque estaba fusionado con algo más para mí indescifrable que le daba una palidez mortuoria muy atractiva. Cruzamos y nos internamos por Patronato, caminando siempre en línea recta hasta que ella (dos pasos por delante de mí) se metió rauda en un local de ropa. Yo seguí; pero el seguimiento no terminó ahí. En la esquina de Buenos Aires entré yo esta vez a una tienda tras recordar súbitamente que me hacían falta calcetines. Compré dos pares; como en la tienda de pronto se coló un fuerte olor a empanada recién horneada hice el comentario y la vendedora me recomendó no dejar de probarlas en la panadería de al lado; ella siempre se comía una. Lo sopesé pero al final desistí; y desistí porque justo al salir, cuando metía el libro dentro de la bolsa junto con los dos pares de calcetines de lana, pasó ella, mi china. Se detuvo antes de cruzar; luego seguimos por calle Montevideo, separados por una distancia de unos veinte metros; pude acortar el trecho pero dudé; pensé en el mismo hecho del seguimiento; en el fondo me acobardé. ¿Abordarla? Al fin y al cabo, ella me había alcanzado, había aparecido nuevamente. Y lo había hecho sólo para mí, qué duda cabía. En la esquina de Dominica dobló a la izquierda e intentó cruzar; tuvo que pararse y esperar que el tráfico cesara; finalmente cambió de vereda y entró en el primer edificio a la derecha. Pasé caminando lentamente (di la pasada a un ciclista y su perro) por la vereda desde el otro lado de la calle y la vi dentro; sólo se distinguía su perfil oscurecido: esperaba el ascensor, el ascensor llegó, alguien bajó y ella abordó la caja metálica que la transportó a su destino.