· Lázaro de Renca · derrenca@gmail.com · modificado en Tumblr ·

12 de noviembre de 2010

Estación Central

Estación Central, especie de territorio del odio. Sobre todo un espacio de transpiración, roce y absoluto desprecio. La carrera de salida, a eso de las siete de la tarde: un calor que nos propulsa hacia la desintegración. Los comandos de los hacedores de fritangas acechan con empanadas, sopaipillas y arrollados de primavera. En la boca del metro el ganado se pone especialmente desagradable. Los bovinos por un lado, los ovinos por otro. En el cruce, que es el cruce de la vida, conviene cerrar los ojos y avanzar a paso firme. Es la espesura de la llamada Estación Central. En el bloque de concreto de algo así como Santiago de Chile. Avanzo como dando pasos de baile para esquivar al que viene; es la danza macabra de la urbanidad extrema. Me salto la cabeza humana. Los brazos cercenados se acumulan a un lado; los decrépitos, por otro, a paso lento, miran con odio al veloz. Los negocios de la ropa barata. Es el triunfo miserable de la megaproducción china. Las tiendas de lo horrible, lo feo, lo escaso, lo diminuto. La estética de la repugnancia y lo bajo. Estación Central. Qué pocos trenes. La marcha la ponen los adefesios humanos que van de compras. Y comprar salva.
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Alberto Fuguet. Un caso, a fin de cuentas, en la literatura chilena. Leí “Mala onda” cuando salió, hace ya veinte años. Estuvo bien, pero todavía no había leído a Salinger; después lo encontré una vil copia. En mayo o junio leí a trompicones “Las películas de mi vida”; es decir, la hojeé largamente, leí párrafos enteros, capítulos completos, y pude hacerme una idea general. Un método de lectura veloz que uso habitualmente, para satisfacer la curiosidad. Fuguet, con los años, ha ido haciendo su literatura, fiel a su estilo, a sus manías e intereses. Se diría que, a estas alturas, es todo un narrador. Y está bien. Lo respeto y me gusta a medias. En el panorama local tiene sin duda su sitio. Quizá al lado de nadie, porque no hay una escuela que lo secunde. Quizá por eso mismo también mi simpatía por el personaje. Se hizo especialmente odioso Fuguet en una época por su inclinación americanizante. Hoy sabemos que de alguna manera fue un adelantado. Es el autor que reniega de la política; su propia literatura es así: basada en anécdotas que no pretenden en ninguna parte sacar conclusiones politizantes. Es la literatura de lo no social. Tampoco es intimista. Es un naturalista fordiano. Quizá él estaría de acuerdo.
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The social network cuenta la historia de un genio. El genio y su soledad (la mirada al infinito de Mark, el protagonista creador de Facebook, en la secuencia final). Mientras miraba los créditos pensé en el genio y su soledad; yo tengo la soledad, pero no el genio. Triste constatación. La genialidad del que detecta y puede. Me restrinjo al área de la detección. Porque puedo ser un gran comentarista del mundo moderno. Pero son otros los que hacen el mundo moderno. Inventan ellos, efectivamente. Por supuesto no uso Feacebook; y no voy a hacerlo ahora. La película no tiene nada que ver con eso.
Hace poco leí que hoy, como nunca antes había ocurrido, una generación entera (más joven) domina una técnica que la generación inmediatamente anterior no. Los veinteañeros nos enseñan; ellos crean, dirigen y cortan. Hubo un lapso de tiempo en que se pensó que la juventud estaba sobrevalorada; sólo fue un periodo corto de tiempo. Hoy se empiezan a conocer a quienes sí lo hacen.
Con sutiliza pero sin desgana, David Fincher retrata a todas las mujeres de la película con una cualidad: la de estar siempre en otra. Ahí están los que piensan, los que crean, los que están en algo verdaderamente grande e importante. Pero ellas, o no entienden de qué demonios se está hablando, o tienen urgencia por ir al baño juntas, o están colocadísimas fumando de una pipa de agua, o simplemente ignoran y rechazan al gran pensador en momentos románticamente bajos. Las chicas se besas entre ellas en las fiestas, aspiran cocaína en sus vientres desnudos, son fieras sexuales salvajes en los baños públicos; son alguna de esa cosas, pero ciertamente no seres relevantes en la gran historia de los billonarios adolescentes.