Continúa el viaje rememorado. Estábamos hartos de Palma; la ciudad de Palma lujosa y alemana; además, la Palma fría y excesivamente húmeda de febrero. Así que optamos por el interior. La isla de Mallorca es selvática a su manera; boscosa y quieta, con un gran llano en el centro, el Pla. Con Anna nos concentramos en la parte oeste, en medio de la Sierra de Tramontana. Sóller, Deiá, Valldemossa. Pero hubo un pueblo en especial: Esporles. ¿Qué tenía Esporles? No mucho, la verdad. Casas bajas, pareadas, de piedra labrada y celosías de madera. Calles fantasmas, casi, dos o tres bares infaltables, iglesia y tabaquería. Los vicios cubiertos. Nos internamos por el camino alto después de cruzar el canal, siempre atentos a la posibilidad cierta de encontrar algo que nos gustara y donde poder mudarnos. Las decisiones de mudanzas surgían así, sin darle demasiadas vueltas. Puro capricho y gusto. Pero no ya la gente encerrada en sus casas, la misma apariencia de pueblo tranquilo y fuera del mundo se fue convirtiendo a medida que avanzábamos en la de un pueblo herméticamente cerrado, ajeno al mundo pero también al visitante venido del mundo exterior. Aun así, hurgamos algo: una tienda oscura donde compramos manzanas, la labor de un agricultor en su pequeña siembra. Volvimos varias veces a Esporles. No encontramos nuestro sitio allí. Cierto día decidimos seguir camino por la ruta sinuosa que desemboca en la costa, junto al pueblo de Banyalbufar. Bajamos por un acantilado hasta una caleta oculta, bañada constantemente por las olas. Pura espuma y el azul mediterráneo, una especie de cobalto futurista. El refugio último de los enamorados. Allí comimos, bebimos y follamos. Una tarde memorable, de la cual existen por ahí, en cierto archivo hoy inaccesible, una buena cantidad de fotografías que así lo atestiguan. El invierno prometía acabar pronto; para entonces nosotros nos encontraríamos demasiado lejos de allí.