· Lázaro de Renca · derrenca@gmail.com · modificado en Tumblr ·

12 de septiembre de 2010

Mi once

Ayer 11 me encontré en Patronato (barrio comercial y cosmopolita, como reza el cartel municipal) cerca del mediodía cuando comencé a ver los primeros indicios de lo que se aproximaba. Los piquetes de policías en las esquinas; una vez en Recoleta, la avenida semi desierta y sin vehículos; los comerciantes preocupados, bajando las cortinas de sus locales; y a lo lejos, la estampa característica del falso carnaval de la llamada marcha del once. Crucé el Mapocho y me fui acercando al tumulto con el único fin de hacerle el quite. Vi las banderas, escuché los cánticos, leí los panfletos. Unos jóvenes revolucionarios me ofrecieron un ejemplar de una revista de, digamos, una época sauria, conocida acertadamente como pre Bulgákov. Yo añado: pre 1989. No ya esta marcha; el puro odioso motivo de marchar, cosa fundamentalmente de militares y gente del mundo castrense. En la esquina de Rosas y Banderas finalmente les hice el quite; tenía, sin duda, cosas más importantes que hacer. Eran muchos los que todavía caminaban en dirección a la marcha con el fin de sumarse a ella; fue bueno abrirse camino en ese mar de gente en sentido contrario. Más allá, me senté en una terraza a tomarme una cerveza y terminar de leer “Verano”, lo último de Coetzee.

El asunto no acabó ahí. Recordé otra marcha, esta vez en San Sebastián, no hace mucho tiempo atrás. Un domingo también primaveral, muy cerca de la Concha. Una manifestación muy bien ordenada y cohesionada. La gente, me lo pareció, se tomaba aquello como una perfecta diversión de día domingo. Todo un ejemplo de disciplina popular, por supuesto. Y uno sacó un altavoz y comenzó a cacarear sandeces (primero el lengua vernácula, luego en cristiano). En nombre de la libertad de algo a lo que llamó pueblo, nación, patria. Dignidad, orgullo, herencia. Cosas así. Recuerdo que me compré un helado y comencé a caminar justo detrás del gentío, con el máximo cuidado de no ser tomado por uno más de los descerebrados patriotas. Acorté camino, crucé el Urumea y me senté a verlos pasar. Era bueno no tener nada que ver con nada ni con nadie. Ellos tenían sus arengas; yo me limitaba a observar mientras me terminaba el helado.