· Lázaro de Renca · derrenca@gmail.com · modificado en Tumblr ·

17 de noviembre de 2010

El extranjero

Gina, una amiga, hace de anfitriona de una pareja venida del mismísimo Vic. Son dos personas ya mayores, viajeros más o menos acomodados, muy medidos y algo tacaños (muy catalanes). Visitan Santiago, Valparaíso, la costa del Pacífico. Muy pronto se hartan de todo; es muy similar y parecido a algo que ya han visto. Un puerto es igual a otro; un desierto a otro. ¿De dónde ha sacado cierta gente que Valparaíso tiene algo de Lisboa? Y Santiago, ciudad claustrofóbica, sucia, con muy pocas partes donde estar. Una ciudad que te empuja a un movimiento permanente; pura locura urbana y sobre todo un mal diseño y planificación. Para la cena, Gina los lleva a un restaurant en Concón. Ella se regodea escogiendo el mejor marisco y la mejor botella de chardonnay; la pareja de Vic, a esas alturas con reflujo y espanto, pide pollo con papas fritas.

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El sábado, en medio de la batahola nocturna, alguien me acusó de ser extranjerizante. Yo, por supuesto, comprendí enseguida la ofensa. Uno de esos pequeños triunfos ridículos. Pero quedó en evidencia esa especie de fervor por lo chileno muy popular hoy. Un sentimiento (porque no es otra cosa) transversal a cualquier causa política. La cuestión es que la cultura nacional, cualquiera que sea, me resulta molesta. Lo propio, lo nuestro, lo indígena y autóctono: una pérdida de tiempo.

La cultura es universal; la enseñanza proviene de Occidente. A partir de los griegos, a los cuales uno siempre acaba volviendo. Por supuesto, de distintas partes es posible tomar algo; así, cualquier destino del mundo es viable y deseable; pero el fuerte que sustenta la razón y el conocimiento es una materia estrictamente occidental.

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Reviso una serie de fotografías tomadas en una playa de Málaga en el invierno de 2009. Era febrero; era Torremolinos; era mi primer domingo en Málaga, a la que había llegado con el ánimo de instalarme por una temporada. Las cosas, por supuesto, salieron de otro modo. Y acabé abandonando la ciudad echando espuma por la boca. La petulancia playera de Málaga, aunque sea en invierno. El relajo tan distinto al estreñimiento de Granada (ciudad en la que vivía). Además del relajo, el lujo miamiesco. La primera vez que visité la ciudad, en todo caso, me pareció reconocer, en el fondo, algo de Río de Janeiro. Algo de la avenida Atlántica; algo diminuto, está claro; pero sería el hedonismo propio de los lugares donde la gente suele pasearse en calzoncillos y chalas. Hoy nuevamente aquella serie de fotos. Mala época; aunque mi cara, en una de ellas, no lo evidencia. Un domingo de lluvia torrencial; las cosas en la ciudad recién comenzaban. Los últimos días de febrero fueron una real pesadilla. Y Málaga ya era un pozo envenenado del que sólo quería huir.