
Por asuntos de trabajo, vuelvo donde el maestro matricero. Me comenta largo y tendido el hombre sobre todas sus afecciones. La peor de todas, la pérdida de memoria. Personaje inseparable de su cotona, de anécdotas infinitas, encadena una tras otra hasta agotar a su interlocutor, que soy yo; sólo me queda escuchar con paciencia y esperar una vacilación, un segundo de silencio para cortarlo y emprender la retirada. Ahora, cuenta, para la memoria se somete a una cura de imanes. El nuevo método de la medicina chapucera y bruja. Hay que recurrir a todo, alega; ya no basta con los médicos tradicionales que, aquí por lo menos, en este país torpón y mediocre, funciona bien sólo para algunos. Entonces se larga a politizar, el hombre; pero hace rato que yo me he quedado pensando en el asunto de los imanes. Le pido detalles. El cuerpo se purifica, se limpia de las malas energías. Entiendo que para un maestro matricero los imanes le inspiren confianza. A fin de cuentas, él los manipula a diario, se fía de ellos, y forman parte de su rutina de taller. Intentar pinchar esa burbuja de superstición y creencia es ir demasiado lejos, es ir contra la fe misma. Y a los herejes, ya sabemos, todavía se los destina a la hoguera.
El que tiene fe espera siempre un milagro. Esa creencia los desgarra por dentro, es un arrebato emocional intenso, un amor a fin de cuentas. Me he acercado lo suficiente para intentar comprenderlo; pero sólo he visto a personas sucumbir por una especie de baja pasión. En la oficina, alguien me habla del poder curativo de las velas brasileñas. Le digo que yo sólo puedo creer en el poder purificador del spray ambientador. Al hereje, hoy, le cabe sólo la ironía, ¿qué otra cosa? Intentar remover esos cimientos a veces llega a dar miedo. La fe tiene un origen oscuro, un origen mental turbio; pero es verdad que se trata de un amor. Un amor, en todo caso, preñado de ponzoña.